Jeremías nació con un cuerpo deformado
y una mente lenta. A la edad de 12 años no había
pasado de 2º grado, y parecía que jamás
podría aprender nada.
Con frecuencia su maestra, se exasperaba
con él porque solía estar en su banco moviéndose,
babeando, y gruñendo. A veces hablaba claramente,
como si un rayo de luz hubiera
penetrado en la oscuridad de su cerebro.
Pero la mayor parte del tiempo Jeremías
irritaba a su maestra.
Cierto día citó a sus padres para hablarles.
Cuando ellos entraron en el aula vacía,
la maestra les dijo: “Jeremías verdaderamente
tiene que asistir a una escuela especial.
No es bueno para él estar con niños
más pequeños que no tienen problemas
de aprendizaje.
De hecho, tiene un atraso mental
de cinco años con respecto a los otros alumnos”.
La mamá lloraba calladamente,
y mientras su esposo le decía a la maestra:
“Señorita, no hay ninguna escuela especial aquí.
Y sería un golpe terrible para Jeremías
si lo quitáramos de esta escuela.
A él verdaderamente le gusta estar aquí”.
La maestra permaneció sentada durante
un largo rato después que se habían ido
los padres de Jeremías, contemplando a través
de la ventana la nieve que caía
y que parecía enfriarle el alma.
Quería entender a estos padres.
Después de todo, su único hijo
tenía una enfermedad Terminal.
Pero no era bueno tenerle en su clase.
Había otros 18 niños a los que debía enseñarles,
y Jeremías sólo los distraía.
Además, nunca aprendería a leer y escribir.
¿Por qué malgastar más tiempo con él?
Mientras pensaba en esto,
comenzó a sentirse culpable.
“Aquí estoy, lamentándome por mis problemas,
que no son nada comparados con los
de esa pobre familia”, pensó.
Y también oró: “Señor, ayúdame
a ser más paciente con Jeremías”.
Y a partir de ese día trató
verdaderamente de ignorar
los ruidos que hacía el niño
y las hojas en blanco de su cuaderno.
Un día, Jeremías caminó dificultosamente
hasta el escritorio de su maestra,
arrastrando su pierna inútil
detrás de él. “La amo, Señorita”,
exclamó lo suficientemente fuerte
como para que toda la clase lo oyera.
La maestra se puso roja, especialmente
al ver los gestos que hacían los otros alumnos.
Ella alcanzó a tartamudear:
“Bue… bueno… es muy lindo lo que me dices,
Jeremías. Ah… ahora, por favor
vuelve a tu asiento…”
Pasó el tiempo, llegó la primavera,
y los niños conversaban animadamente
acerca de la proximidad de la Pascua.
La maestra les contó la historia de Jesús,
y para destacar la idea de que la vida renacería,
entregó a cada uno de los niños
un huevo grande de plástico, y les dijo:
“Quiero que lo lleven a su casa,
y mañana lo traigan con algo
dentro que nos enseñe sobre la vida.
¿Entienden?” “SÍÍÍÍ, Señorita”,
respondieron entusiasmado todos los niños,
Excepto Jeremías. Estaba escuchando
atentamente, sus ojos no se quitaban
del rostro de la maestra.
Ni siquiera estaba haciendo sus ruidos habituales.
¿Habría entendido lo que ella dijo acerca
de la muerte y la resurrección de Jesús?
¿Podría hacer la tarea?
¿Llamaría a sus padres para explicarles
lo que Jeremías tenía que hacer?.
Esa tarde tuvo que hacer muchas compras,
planchar una blusa, preparar la cena,
y se olvidó completamente de hacer esa llamada.
Al día siguiente, los 19 alumnos vinieron a clase.
Reían y charlaban mientras ponían
los huevos de plástico en la canasta vacía
que estaba sobre el escritorio de su maestra.
Y al finalizar el período de clases,
llegó el momento de abrir los huevos.
En el primero, la maestra encontró una flor.
“Oh, sí, una flor es señal de una nueva vida”, dijo.
El siguiente huevo contenía una mariposa
de plástico, que parecía real.
Su comentario fue:
“Todos sabemos que algunas orugas se
convierten en mariposa.
Sí, ésta también es una vida nueva”.
Después abrió otro huevo donde había
una piedra cubierta de musgo.
Y explicó que el musgo también era
una muestra de vida.
A continuación abrió el cuarto huevo.
Su respiración se hizo entrecortada
¡El huevo estaba vacío!
“Seguramente debe ser de Jeremías”, pensó.
“No habrá entendido mis instrucciones.
Si no me hubiera olvidado de telefonear
a sus padres…”
Y como no quería que Jeremías se sintiera mal,
lentamente puso el huevo a un lado y tomó otro.
Repentinamente Jeremías le dijo:
“Señorita, ¿no va a hablar acerca del huevo
que yo traje?” Nerviosa, le contestó:
“Pero Jeremías, el huevo está vacío”.
Y él, mirándole a los ojos le dijo suavemente:
“Sí, pero también la tumba de Jesús estaba vacía”.
Pareció que el tiempo se detenía.
Y cuando pudo hablar nuevamente,
la maestra le preguntó:
“¿Sabes por qué la tumba estaba vacía”
“Oh, sí”, dijo Jeremías.
“A Jesús lo mataron y lo pusieron allí.
Pero Su Padre lo resucitó”.
Sonó la campana, y mientras los niños
corrían hacia fuera, la maestra se puso
a llorar, y el hielo de su corazón se derritió.
Jeremías murió tres meses después.
Y los que concurrieron a su velatorio
se sorprendieron al ver 19 huevos
sobre su ataúd, y todos estaban vacíos.
Existen actitudes y acciones que fomentan nuestro crecimiento interior.
La actitud y la acción adecuadas surgen de la conciencia, y no se sirven de pensamientos ni de creencias. Pero hasta que alcancemos esa conciencia en nuestro trabajo espiritual, podemos ir trabajando con actos buenos que nos puedan ayudar en nuestro crecimiento interior.
Estate atento y vigilante, adquiere la capacidad de estar aquí y ahora, de presenciar profundamente todo lo que ocurre en el instante presente, sin juzgar. Éste es el principio de la Vida.
Descubre a Dios en tu cuerpo.
Dale las gracias a Dios, a la vida, porque tienes ojos para mirar, oídos para
escuchar, voz para hablar y manos para acariciar.
Se consciente de tu capacidad para ver y oír, y disfruta pudiendo percibir el mundo
que te rodea.
Silencia y pacifica tu cuerpo de tensiones y de nerviosismos inútiles.
Así darás paz a tu alma.
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